Pedro
de la Hoz
Periodista cubano, jefe de
la página cultural del diario Granma
“Odio la arrogancia racial que decreta que las cosas buenas de la vida deben
seguir siendo derecho exclusivo de una minoría de la población y que reduce a
la mayoría de la población a una condición de servilismo e inferioridad y la
mantiene como rebaño desprovisto que trabaja donde le mandan y se comportan
como le dice que debe hacerlo la minoría gobernante. Me siento apoyado en ese
odio por el hecho de que la inmensa mayoría de la humanidad tanto en este país
como en el exterior comparte mi manera de pensar. Nada de lo que pueda hacer
este tribunal cambiará en modo alguno en mi ese odio, que solo podrá eliminarse
cuando se eliminen la injusticia y la inhumanidad que he procurado eliminar de
la vida política y social de este país…”
Decir estas palabras en Sudáfrica, exactamente el 7 de noviembre de 1962 ante
los jueces que irremisiblemente lo confinarían a prisión por 27 años, implicó
un acto de valentía indescriptible. Proclamar a los cuatro vientos estas
verdades, en medio de la feroz represión y de las ansias vengativas de los
lobos hambrientos del apartheid, daba la medida de la entereza moral y la
estatura humana de uno de los hombres más recios, verticales y sensiblemente
comprometidos con el destino de la especie que haya conocido el mundo en la
contemporaneidad.
A pesar de su lamentable desaparición física este 5 de diciembre, así fue, es y
será Nelson Mandela, llama inextinguible en la lucha contra el racismo, la
discriminación racial y la libertad y la justicia en su plenitud.
Quien se convirtió en el icono de las batallas contra el régimen del apartheid,
primer presidente negro sudafricano elegido en los inéditos comicios
multiétnicos de ese país y objeto de veneración y respeto a escala mundial, fue
ignorado y descalificado largo tiempo por políticos y medios de comunicación en
naciones que hoy lo reverencian.
Las administraciones norteamericanas por décadas admitieron y sobrellevaron al
régimen del apartheid —el historial racista y discriminador de EE.UU. es harto
conocido— y solo cuando la debacle del sistema era inminente, luego de la
derrota del ejército sudafricano por las tropas cubanas y angolanas en Cuito
Cuanavale, aceptaron la evidencia de la necesidad de pronunciarse por el desmantelamiento
del oprobio.
La Gran Bretaña de los tiempos de la Thatcher tildó de terrorista a Mandela,
por su liderazgo del Congreso Nacional Africano y la defensa de la línea de la
lucha armada como vía para la emancipación de los suyos. Es sabido que mientras
se organizaba el concierto por la libertad de Mandela que tuvo lugar en el
estadio de Wembley en 1988 y en el que participaron Sting, Simple Minds, Dire
Straits, George Michael, Eurythmics, Eric Clapton, Whitney Houston y Stevie
Wonder, entre otros, las televisoras comprometidas con su difusión pidieron a
los organizadores que no hubiera manifestaciones políticas en la velada, que
todo se redijera a la exposición de un “caso humanitario”, interdicción
valientemente violada por Harry Belafonte al dirigirse al auditorio.
Esa visión aséptica y reduccionista del legado de Mandela no deja de tener
expresiones recurrentes en el discurso mediático hegemónico de occidente. Habrá
que recordar la incombustible vocación de Mandela por articular justicia y
libertad, resumida en las siguientes palabras:
“La paz no es simplemente la ausencia de conflicto; la paz es la creación de un
entorno en el que todos podamos prosperar, independientemente de raza, color,
credo, religión, sexo, clase, casta o cualquier otra característica social que
nos distinga. (…) ¿Por qué dejar que se conviertan en causa de división y de
violencia? Estaríamos degradando nuestra humanidad común, si permitimos que eso
ocurra.”
*Texto publicado
originariamente en la Revista de cultura cubana ‘La Jiribilla’ bajo el
título ‘Llama inextiguible’